jueves, marzo 28

Coronavirus | Un enemigo desconocido

Historias de la primera línea de batalla contra el coronavirus

Édgar Escamilla

En esta primera entrega compartimos la historia de Saraí M. una joven enfermera, madre de familia, quien ha tendido que tragar su propia sangre y vómito antes que quitarse su equipo de protección para evitar contagiarse; quien ha visto a sus compañeras romperse, doblarse ante la ansiedad y frustración que les genera el uso del equipo y el ver como lentamente se pierde la vida de sus pacientes.

En virtud de la intensidad y la sensibilidad de los testimonios recabados, se optó por resguardar la identidad de nuestras fuentes y las ubicaciones de sus centros de trabajo; sin embargo, en este ejercicio encontramos una constante en todos ellos y es la ansiedad y el estrés bajo el cual están viviendo los profesionales de la salud durante esta contingencia.

Saraí M.

Cuando todo esto comenzó estuvimos trabajando y recibiendo pacientes sin equipo de protección personal (EPP). No sabíamos en realidad a lo que nos enfrentábamos y no teníamos un protocolo establecido, todo el mundo estaba a la expectativa, bajo mucho estrés y tensión.

A pesar de que ya tenemos tiempo que empezaron a llegar los pacientes, continuamos bajo ese estrés porque aún desconocemos muchas cosas.

Cuando se abrió un área provisional para atender a esos pacientes, fue la primera vez que me proporcionaron un intento de EPP y que nos enfrentábamos a lo que vendría.

Fueron más de 12 horas, entramos solo una compañera y yo para atender a cuatro pacientes, entre ellos uno intubado y otro muy delicado pero sin apoyo ventilatorio.

Ella y yo teníamos que mover al apoyo ventilatorio para evitarle úlceras por presión, el hombre de complexión robusta, mi amiga y yo todas chiquitillas, como podíamos lo hacíamos.

Otro paciente presentaba diarrea, evacuaba como tres veces por hora y nosotras debíamos movilizarlo. Nos costaba mucho comunicarnos con él, porque no lograba escucharnos con claridad, le hacíamos señas, gritábamos, pero parecía que los esfuerzos eran nulos y eso te hace sentir mucha impotencia. No podía comunicarme con mis amigos de guardia y no sabía lo que ese hombre postrado, solitario, enfermo y con dificultad para respirar podía estar sintiendo.

La guardia transcurrió, bajo el cubrebocas, goggles y caretas en un espacio cerrado, sin ventilación, sin tomar agua, sin comida, sin ir al baño. A las dps de la mañana yo ya no podía ver a través de los goggles y no era porque estuvieran empañados, la vista se me nublo por completo.

Comenzó a sonar la bomba de infusión y yo no alcanzaba a ver que pasaba, le siguió el ventilador a sonar, era una total desesperación; no sabía si le estaba pasando algo y yo no podía hacer nada, solo me acerque a la cama, tome la mano y le hablé, pedí a Dios que me ayudará y trate de mantener la calma, se acercó mi compañera y le pedí me diera las lecturas de la bomba y el ventilador para poder regularlo y solo así logramos ajustar las cosas.

Por mi mente pasaba: ¿Me quito la careta? ¿Me contagio? ¿Espero? ¿Y si por esperar se me muere? Es un dilema terrible entre lo que debes o no hacer. Esos fueron mis minutos de ansiedad y desesperación.

Cerca de las cinco de la mañana mi compañera que hasta ese momento se había mantenido con calma, se quebró. Solo la vi levantarse y dar vueltas y vueltas en nuestro pequeño pasillo mientras la escuchaba decir:

¡Ya no puedo más! ¡Me voy a quitar esto, no puedo respirar, necesito salir… Saraí, me lo voy a quitar! Se ponía en cuclillas, se paraba y repetía esto cantidad de veces. Ella es asmática y el N95 ya no le permitía buena recepción de oxígeno. Salimos ese día pero la resaca por deshidratación nos duró tres días y el dolor de cabeza dos más.

La primera vez que murió una señora fue en choque, llegó, vimos la tomografía y sin duda era Covid, así que la aislamos como pudimos, pero desgraciadamente falleció. Tuvimos que emplayarla mientras a mi solo se me hacía un nudo en la garganta.

Miré a la señora y pensaba: murió sólita, ya nadie la vio ni pudo despedirse de ella… y todavía la hicimos como un pollo de supermercado en refrigerador, nadie debería terminar sus días así.

En la última vez q entre al área Covid lloré de miedo, de tristeza, de frustración, de impotencia de todo…

El turno iba con el estrés normal, pero traer todo me provocó sangrado nasal y como no puedo quitarme nada -porque no hay más que un EPP por turno-, yo solo sentía el olor y el sabor del hierro en mi garganta mientras me decía a mi misma: «no pasa nada».

Mientras eso pasaba en mi, un paciente de nuevo ingreso desaturaba y se le iniciaba protección de la vía aérea, intubábamos al paciente y tratábamos de mantenerlo a salvo, mientras solo Dios sabe lo que pasaba por cada uno de nosotros.

Enseguida el paciente de frente comenzó con dolor y también hacíamos todo lo posible por calmarle la molestia.

Entre ajustes de tratamiento e inicio de infusiones a esos pacientes que eran los más delicados mi cuerpo no aguanto más:

Mi estómago qué trató de aguantar no pudo más y me vomité; me vomité dentro de mi mascarilla, quise quitarme todo pero sabía que sería imprudente, pensaba en que si yo me contagiaba quien vería a mi hijo, en que no podía contagiarme y estar como todas esas personas aisladas, a quienes tal vez ya no vuelvan a ver nunca más.

Me imaginaba en el peor de los escenarios y con todo lo peor de mundo me trague mi propio vómito. Lloré, lloré detrás de esos goggles…

Quisiera hacer más, darles más; quisiera poder ayudarlos a comunicarse con los suyos, a despedirse.

Hace poco un paciente falleció y en la noche me pidió que le regalara una hoja para escribir un mensaje de despedida para su esposa.

“Me quiero despedir, porque a las siete me voy a morir” y así fue, a las siete de la mañana cayó en paro cardiaco y no salió… Lo vi irse, fui la última con quien habló. Aunque el corazón se me parte y los ojos me lloran, no alcanzo a comprender su dolor.

Y no, él no andaba en la calle, no andaba en fiestas, guardó en lo que pudo su cuarentena. Desgraciadamente era de la población vulnerable y mientras alguien más se divertía, él pago los platos rotos. Él, su familia, yo y muchos como yo.

Y así como yo a todos los que hemos entrado varias veces se nos ha quedado un pedazo de vida ahí. Son experiencias que te marcan y que se llevan parte de tu alma, de tu esencia.

En lo personal tengo dos meses y medio sin ver a mi hijo y así varias compañeras han tenido que dejar a sus niños con sus abuelos para no ponerlos en riesgo, paro aún así tenemos una ventaja: nosotros podemos verlos o escucharlos a distancia, los pacientes fallecen sin poder despedirse de sus seres queridos.

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