-Usted ya nunca va a encontrar a su hijo. Ya no lo busque porque su hijo fue “cocinado”- le dijeron a Maricel Torres Melo la última ocasión que dio dinero a cambio de información.
Entonces creía que era una mentira para que ya no buscara o que la habían engañado por dinero, como cuando por mucho tiempo pagó hasta quebrar económica y emocionalmente mientras creía que protegía la vida de su hijo, pero en realidad era extorsionada a costa de su desesperación.
Cuando desapareció su hijo de 17 años, Iván Eduardo Castillo Torres, cada día después de ese salió a buscarlo, dice ella, “como una loca”, fotografía en mano, preguntando si lo habían visto a quienes viven en las comunidades rurales alrededor de Poza Rica, Veracruz.
Iván le pidió permiso para salir la noche del 25 de mayo de 2011. Aunque no era fin de semana, convenció a sus padres para ir con dos amigas y otro muchacho a la feria de la Cámara Nacional de Comercio. Después de la medianoche avisó que volvería tras cenar tacos con sus amigos en la avenida 20 de Noviembre, una de las calles más activas del municipio petrolero del norte de Veracruz, pero fue la última vez que se comunicó. Lo que averiguó Maricel sobre su hijo y sus amigos fue que los detuvo la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla.
El primer contacto que tuve con Maricel fue a mediados de 2018. Me relató cómo conoció a los hermanos Trujillo Herrera y a su madre, María Herrera. A ellas las unió un lazo invisible, pero poderoso: la búsqueda de un hijo. María buscaba a cuatro, dos desaparecidos en Atoyac, Guerrero, en 2008, y dos en Poza Rica, también por la Policía Intermunicipal y en el mismo año que Iván. En su honor tomaron el nombre de María Herrera para formar el primer colectivo de búsqueda de personas desaparecidas en Poza Rica y el resto de los municipios del norte veracruzano. Ambas mujeres pasaron de tratar de localizar a los suyos a emprender un trabajo para encontrar a decenas, cientos; a los de sus compañeras que caminan con ellas, las que murieron a la espera de una respuesta o quienes ya no pueden salir más por el cansancio o el miedo.
En aquella entrevista telefónica, Maricel confesó que no conocía ya otra vida que no fuera la búsqueda de Iván. Que a lo único a lo que le temía era a morirse sin haberlo encontrado y que si él pudiera oírla, le diría:
Iván, desde donde sea que estés, tu mamá te ama y te dice que te va a encontrar.
Hay más fosas que municipios en el estado de Veracruz. Situado a lo largo del Golfo de México, si el mapa se tiñera de rojo para resaltar las ciudades en las que se han registrado entierros clandestinos, la entidad federativa luciría como una cicatriz alargada e hinchada frente al mar. Además de las 460 fosas contabilizadas de 2010 a 2018, según solicitudes de información oficial como la 02173318 realizada al sistema Infomex Veracruz, también se han descubierto miles de fragmentos óseos y cinco pozos artesianos que en lugar de acumular agua, escondían cadáveres. Los cuerpos que se han recuperado en la última década corresponden a 993 personas, lo mínimo que los rompecabezas humanos han permitido identificar: muchas veces, ni siquiera se hallan completos; apenas cráneos o esqueletos despojados de éstos. A pesar de todo, el número todavía es demasiado bajo si se compara con los 2,433 expedientes abiertos por desaparición de la Fiscalía General de Veracruz hasta 2018, en un país con más de 60 mil desaparecidos reconocidos oficialmente, aunque los colectivos de búsqueda locales estiman que tan sólo en Veracruz hay más de 10 mil personas faltantes, suficientes como para llenar el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. No por nada Veracruz es el segundo lugar nacional en fosas, según el conteo histórico de fosas clandestinas de 2006 a 2019 de la Secretaría de Gobernación de México.
La violencia entró a Veracruz por el norte. Antes de 2010 no se sabía de fosas clandestinas, aquellas heridas en la tierra que guardan cuerpos, íntegros o despedazados, de personas que fueron privadas de su libertad en la vía pública o en la falsa tranquilidad del hogar, la mayoría de las veces, sin una petición monetaria a cambio como rescate. Pero la situación cambió. Poza Rica, Álamo y Pánuco, municipios del norte, acapararon el 75% de las fosas clandestinas de 2010, el último año del gobernador Fidel Herrera Beltrán. Un documento de 2017 de la Escuela de Leyes de la Universidad de Austin, Texas, expondría por la declaración de José Carlos Hinojosa, un fiscal convertido en contador de Los Zetas y juzgado en Estados Unidos, que el grupo delictivo financió la campaña electoral de Herrera Beltrán para la gubernatura.
La estela de violencia se irradió por el estado hasta alcanzar el sur. Las desapariciones y fosas clandestinas se convirtieron en un fenómeno común y en todas las regiones se formaron colectivos, integrados mayoritariamente por mujeres, para buscar a sus seres queridos ante la falta de actuación de las autoridades y el contubernio de éstas. Las búsquedas hicieron brotar cadáveres enterrados bajo la feroz fertilidad de la tierra tropical, un verdor que les jugaba en contra. Por eso, cuando la Brigada Nacional llegó al norte de Veracruz creyeron que se encontrarían con una escena similar a la de otras partes de ese estado y del país y que las dificultades se centrarían en trabajar en terrenos siempre florecientes, durante una estación que sólo tiene de <<invierno>> el nombre.
La Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas era un símbolo de esperanza para el colectivo María Herrera conformado por más de 130 familias que buscan a cerca de 145 personas desaparecidas en la región. Entre el 7 y el 22 de febrero de 2020, el grupo conformado por más de cien voluntarias recorrería la zona como alguna vez la caminó Maricel. Ahora ella estaría acompañada de rastreadoras de otras partes del país, convertidas en expertas forenses a su modo, un campo en el que no habrían imaginado tener que incursionar hasta que se enfrentaron con la necesidad de hallar restos humanos.
Pero las fosas no se abrieron. Y por primera vez escuché a Maricel quebrarse, intentando procesar la idea de que podría no hallar a su hijo debido a la abundancia de “cocinas”, una forma perfeccionada de la desaparición en Veracruz que significa la reducción al máximo de un cuerpo destrozado, metido en un tambo y disuelto totalmente por ácidos o combustible. Pese a los esfuerzos de localización, las avanzadas, los rastreos o las extenuantes jornadas en campo, la Brigada no desenterró cuerpos sino un secreto a voces del que el colectivo María Herrera ya sospechaba, pero se negaba a admitir: que el norte de Veracruz estaba lleno de “cocinas” y que por eso no quedaba mucho por exhumar.
Miguel Ángel Trujillo Herrera cree que a sus hermanos, Gustavo y Luis Armando, la Policía Intermunicipal del norte de Veracruz los desapareció por el simple y banal hecho de viajar en un auto polarizado con placas de Michoacán, otro de los estados más violentos de México. El Volkswagen Jetta negro acabó en el deshuesadero de Gregorio Gómez Martínez, dueño de “Autopartes y Accesorios Gómez” y también expresidente municipal de Tihuatlán, mientras que sus teléfonos celulares mostraron como últimas ubicaciones las antenas cercanas a la base en donde operaba la Policía Intermunicipal antes de ser desmantelada. Es por eso que buscar en esta región tiene una profunda importancia para la familia Trujillo Herrera, quienes con los años se han transformado en un símbolo nacional del trabajo de localización de personas desaparecidas.
El camino al inframundo es uno que se abre a paladas. La búsqueda en esta zona de Veracruz se pospuso durante años para dar prioridad a otras: en 2016 la Brigada trabajó en Amatlán de los Reyes y Paso del Macho, cerca del centro de Veracruz; en 2017 buscaron en Sinaloa y en 2019 fueron a Guerrero. Finalmente en febrero de 2020 entrarían en aquella región que tenía una deuda pendiente con los Trujillo Herrera.
La Brigada se aloja en Papantla, en la Casa de la Iglesia, un inmueble de ladrillos rojos y detalles de madera que recuerdan más a un hotel campestre que a instalaciones religiosas. La rutina se instala con celeridad entre las voluntarias de todas partes del país. Cada mañana, desde las siete, se reúnen en el amplio comedor para saciar el estómago con café negro, pan dulce, atún, frijoles o algunas verduras cocidas; luego forman listas de acuerdo con su eje de búsqueda: si van a campo, escuelas, cárceles, plazas públicas o a la morgue. Cada quien aborda el vehículo que le corresponde y no retornan hasta la caída de la tarde para encontrarse con una modesta cena, asearse y dormir un poco en una cama o colchoneta, según el orden impuesto en cada cuarto compartido hasta por cuatro a la vez.
El primer día de rastreo en campo es el lunes 9 de febrero. El coronavirus todavía es una noticia ajena al panorama local y más bien se le encuentra en la sección internacional. Guantes y cubrebocas abundan para quienes saldrán a buscar: no se usan como protección contra el virus aún inexistente en México, sino para no contaminar los restos encontrados y filtrar el olor a putrefacción, en caso de dar con un punto positivo. Para algunas buscadoras esta es la primera vez que participan en una búsqueda y consideran la experiencia como una escuela: intercambian su tiempo por conocimiento que llevarán a sus propias expediciones.
Custodiadas por patrullas de la Policía Federal y la Guardia Nacional partimos sólo tres camionetas Nissan Urvan y una de batea porque el acceso al terreno es complicado. En la caja de la pick up me agazapo de espaldas al medallón junto a otro reportero y observo a cuatro mujeres más: recargadas en la tapa trasera están Rosalba, de Baja California Sur, y Tranquilina, de Guerrero; frente a ella va Angélica, de Baja California Norte y amiga de Rosalba; y a su lado hay una joven observadora de Derechos Humanos, de la Ciudad de México.
Aún doblada, la altura delata a Rosalba Ibarra Rojas, toda de negro. Lleva su nombre impreso sobre el pecho más el relieve de un pastor alemán al centro y el de un pico y una pala en cruz, en el hombro derecho. Todavía vemos el domo de la Casa de la Iglesia cuando es ella quien habla primero.
—La gente ha de estar ‘paniqueada’ con todo esto —dice con melódico acento norteño y compruebo la sorpresa reflejada en los gestos de las personas que nos miran pasar en caravana.
Atravesamos Papantla, una ciudad que desde hace tres siglos ha sido reconocida como “la ciudad que perfuma al mundo” por la producción de vainilla que la hizo famosa. Hace muchos años, me cuenta Edgar, mi colega reportero, el aroma se respiraba en el aire del pueblo porque las vainas de la orquídea se ponían a secar en las banquetas. Ahora el recuerdo esplendoroso de la vainilla se añora tanto como el de la paz.
En menos de una hora llegamos a Poza Rica y tomamos la carretera hacia el estado de Puebla, rumbo al oeste. Una media hora después, cuando alcanzamos la villa Lázaro Cárdenas, conocida como “La Uno”, nos desviamos hacia el centro.
—Mira al “halcón” grabando —juzga Tranquilina con recelo y nos giramos para descubrir a un chico apuntándonos con el móvil.
La villa se cruza rápido. Estamos en lo alto de una colina y para bajar debemos tomar un camino angosto y serpenteado hasta toparnos con un puente de un solo carril a decenas de metros de las aguas cristalinas del río San Marcos, la división natural entre Puebla y Veracruz. Un poco más adelante encontramos la comunidad de El Paso, perteneciente al municipio de Coyutla, Veracruz. Sólo algunos perros nos echan una mirada cansada. La mayoría de las casas están cerradas y el polvo se acumula sobre las fachadas. Avanzamos sobre la calle incrustada con piedras de río hasta girar hacia la clínica de El Paso y pronto las viviendas quedan atrás. La última exhibe orgullosa en la pared frontal el escudo pintado del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de Fidel Herrera y de Javier Duarte. No sería la única. Conté al menos otras ocho más.
Las pláticas cesan en la batea y el crujir de las piedras que se rompen bajo la camioneta sustituyen la bulla. La vereda se adelgaza a medida que la maleza devora los bordes. A la altura del tercer portón para ganado y tras cruzar un vado seco desciende el grupo de una de las camionetas de pasajeros para poder avanzar, mientras catorce vacas se acercan a curiosear.
—Pues gasolina sí tenían los malandros —vuelve a romper el silencio Rosalba, irónica— y buena camioneta, también.
Cuando se cumplen tres horas de haber partido de Papantla, aparcamos bajo la sombra que proyecta un cerro retacado de verdor. Ayer la avanzada de la Brigada encontró huesos abandonados un año atrás en la diligencia de la Fiscalía General del Estado cuando hallaron el cuerpo de un muchacho de “La Uno” que estaba desaparecido. Como consideraron que podría haber restos de más personas, según los relatos de los habitantes locales, aquí, en “Las Palmas”, se comenzaría a buscar.
El experimentado rastreador de Guerrero que lidera la búsqueda en campo, Mario Vergara, da instrucciones a las buscadoras que, prestas, toman pico, pala, varilla, barreta o rastrillo y dejan que el túnel de maleza las engulla. Hay una vereda no tan marcada, pero perceptible, un camino invisible que nos lleva de la mano hasta un trozo de cráneo manchado de tierra, vértebras vacías de médula junto a un calcetín, una delicada costilla descarnada, un cúbito y un trozo de mandíbula que aún sostiene algunos dientes. También había un casquillo, pero se lo traga la tierra gruesa y húmeda. Ahí se detienen las buscadoras unos segundos, por grupos, para ver cómo lucen los huesos humanos.
La temperatura es muy distinta allá adentro. En el interior el cielo es verde, la luz traspasa por bloques que dan aspecto de vitral a la naturaleza que nos rodea y el suelo es negro, fresco y sumamente fértil. Los troncos de árboles que no sé nombrar son muy delgados y desde el techo natural cuelgan lazos con pequeños aguijones traicioneros. Las buscadoras no pierden tiempo e inician el rastrillado de la hojarasca con herramienta o con las manos enguantadas para detectar algún hueso suelto.
—¿Hacia dónde quiero que busquemos? —grita Mario Vergara y el eco retumba hasta arriba de la colina.
—¡A todos lados!