-Usted ya nunca va a encontrar a su hijo. Ya no lo busque porque su hijo fue “cocinado”- le dijeron a Maricel Torres Melo la última ocasión que dio dinero a cambio de información.

Entonces creía que era una mentira para que ya no buscara o que la habían engañado por dinero, como cuando por mucho tiempo pagó hasta quebrar económica y emocionalmente mientras creía que protegía la vida de su hijo, pero en realidad era extorsionada a costa de su desesperación.

Cuando desapareció su hijo de 17 años, Iván Eduardo Castillo Torres, cada día después de ese salió a buscarlo, dice ella, “como una loca”, fotografía en mano, preguntando si lo habían visto a quienes viven en las comunidades rurales alrededor de Poza Rica, Veracruz.

Iván le pidió permiso para salir la noche del 25 de mayo de 2011. Aunque no era fin de semana, convenció a sus padres para ir con dos amigas y otro muchacho a la feria de la Cámara Nacional de Comercio. Después de la medianoche avisó que volvería tras cenar tacos con sus amigos en la avenida 20 de Noviembre, una de las calles más activas del municipio petrolero del norte de Veracruz, pero fue la última vez que se comunicó. Lo que averiguó Maricel sobre su hijo y sus amigos fue que los detuvo la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla.

El primer contacto que tuve con Maricel fue a mediados de 2018. Me relató cómo conoció a los hermanos Trujillo Herrera y a su madre, María Herrera. A ellas las unió un lazo invisible, pero poderoso: la búsqueda de un hijo. María buscaba a cuatro, dos desaparecidos en Atoyac, Guerrero, en 2008, y dos en Poza Rica, también por la Policía Intermunicipal y en el mismo año que Iván. En su honor tomaron el nombre de María Herrera para formar el primer colectivo de búsqueda de personas desaparecidas en Poza Rica y el resto de los municipios del norte veracruzano. Ambas mujeres pasaron de tratar de localizar a los suyos a emprender un trabajo para encontrar a decenas, cientos; a los de sus compañeras que caminan con ellas, las que murieron a la espera de una respuesta o quienes ya no pueden salir más por el cansancio o el miedo.

En aquella entrevista telefónica, Maricel confesó que no conocía ya otra vida que no fuera la búsqueda de Iván. Que a lo único a lo que le temía era a morirse sin haberlo encontrado y que si él pudiera oírla, le diría:

Iván, desde donde sea que estés, tu mamá te ama y te dice que te va a encontrar.



Hay más fosas que municipios en el estado de Veracruz. Situado a lo largo del Golfo de México, si el mapa se tiñera de rojo para resaltar las ciudades en las que se han registrado entierros clandestinos, la entidad federativa luciría como una cicatriz alargada e hinchada frente al mar. Además de las 460 fosas contabilizadas de 2010 a 2018, según solicitudes de información oficial como la 02173318 realizada al sistema Infomex Veracruz, también se han descubierto miles de fragmentos óseos y cinco pozos artesianos que en lugar de acumular agua, escondían cadáveres. Los cuerpos que se han recuperado en la última década corresponden a 993 personas, lo mínimo que los rompecabezas humanos han permitido identificar: muchas veces, ni siquiera se hallan completos; apenas cráneos o esqueletos despojados de éstos. A pesar de todo, el número todavía es demasiado bajo si se compara con los 2,433 expedientes abiertos por desaparición de la Fiscalía General de Veracruz hasta 2018, en un país con más de 60 mil desaparecidos reconocidos oficialmente, aunque los colectivos de búsqueda locales estiman que tan sólo en Veracruz hay más de 10 mil personas faltantes, suficientes como para llenar el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. No por nada Veracruz es el segundo lugar nacional en fosas, según el conteo histórico de fosas clandestinas de 2006 a 2019 de la Secretaría de Gobernación de México.

La violencia entró a Veracruz por el norte. Antes de 2010 no se sabía de fosas clandestinas, aquellas heridas en la tierra que guardan cuerpos, íntegros o despedazados, de personas que fueron privadas de su libertad en la vía pública o en la falsa tranquilidad del hogar, la mayoría de las veces, sin una petición monetaria a cambio como rescate. Pero la situación cambió. Poza Rica, Álamo y Pánuco, municipios del norte, acapararon el 75% de las fosas clandestinas de 2010, el último año del gobernador Fidel Herrera Beltrán. Un documento de 2017 de la Escuela de Leyes de la Universidad de Austin, Texas, expondría por la declaración de José Carlos Hinojosa, un fiscal convertido en contador de Los Zetas y juzgado en Estados Unidos, que el grupo delictivo financió la campaña electoral de Herrera Beltrán para la gubernatura.

La estela de violencia se irradió por el estado hasta alcanzar el sur. Las desapariciones y fosas clandestinas se convirtieron en un fenómeno común y en todas las regiones se formaron colectivos, integrados mayoritariamente por mujeres, para buscar a sus seres queridos ante la falta de actuación de las autoridades y el contubernio de éstas. Las búsquedas hicieron brotar cadáveres enterrados bajo la feroz fertilidad de la tierra tropical, un verdor que les jugaba en contra. Por eso, cuando la Brigada Nacional llegó al norte de Veracruz creyeron que se encontrarían con una escena similar a la de otras partes de ese estado y del país y que las dificultades se centrarían en trabajar en terrenos siempre florecientes, durante una estación que sólo tiene de <<invierno>> el nombre.

La Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas era un símbolo de esperanza para el colectivo María Herrera conformado por más de 130 familias que buscan a cerca de 145 personas desaparecidas en la región. Entre el 7 y el 22 de febrero de 2020, el grupo conformado por más de cien voluntarias recorrería la zona como alguna vez la caminó Maricel. Ahora ella estaría acompañada de rastreadoras de otras partes del país, convertidas en expertas forenses a su modo, un campo en el que no habrían imaginado tener que incursionar hasta que se enfrentaron con la necesidad de hallar restos humanos.

Pero las fosas no se abrieron. Y por primera vez escuché a Maricel quebrarse, intentando procesar la idea de que podría no hallar a su hijo debido a la abundancia de “cocinas”, una forma perfeccionada de la desaparición en Veracruz que significa la reducción al máximo de un cuerpo destrozado, metido en un tambo y disuelto totalmente por ácidos o combustible. Pese a los esfuerzos de localización, las avanzadas, los rastreos o las extenuantes jornadas en campo, la Brigada no desenterró cuerpos sino un secreto a voces del que el colectivo María Herrera ya sospechaba, pero se negaba a admitir: que el norte de Veracruz estaba lleno de “cocinas” y que por eso no quedaba mucho por exhumar.



Miguel Ángel Trujillo Herrera cree que a sus hermanos, Gustavo y Luis Armando, la Policía Intermunicipal del norte de Veracruz los desapareció por el simple y banal hecho de viajar en un auto polarizado con placas de Michoacán, otro de los estados más violentos de México. El Volkswagen Jetta negro acabó en el deshuesadero de Gregorio Gómez Martínez, dueño de “Autopartes y Accesorios Gómez” y también expresidente municipal de Tihuatlán, mientras que sus teléfonos celulares mostraron como últimas ubicaciones las antenas cercanas a la base en donde operaba la Policía Intermunicipal antes de ser desmantelada. Es por eso que buscar en esta región tiene una profunda importancia para la familia Trujillo Herrera, quienes con los años se han transformado en un símbolo nacional del trabajo de localización de personas desaparecidas.

El camino al inframundo es uno que se abre a paladas. La búsqueda en esta zona de Veracruz se pospuso durante años para dar prioridad a otras: en 2016 la Brigada trabajó en Amatlán de los Reyes y Paso del Macho, cerca del centro de Veracruz; en 2017 buscaron en Sinaloa y en 2019 fueron a Guerrero. Finalmente en febrero de 2020 entrarían en aquella región que tenía una deuda pendiente con los Trujillo Herrera.


La Brigada se aloja en Papantla, en la Casa de la Iglesia, un inmueble de ladrillos rojos y detalles de madera que recuerdan más a un hotel campestre que a instalaciones religiosas. La rutina se instala con celeridad entre las voluntarias de todas partes del país. Cada mañana, desde las siete, se reúnen en el amplio comedor para saciar el estómago con café negro, pan dulce, atún, frijoles o algunas verduras cocidas; luego forman listas de acuerdo con su eje de búsqueda: si van a campo, escuelas, cárceles, plazas públicas o a la morgue. Cada quien aborda el vehículo que le corresponde y no retornan hasta la caída de la tarde para encontrarse con una modesta cena, asearse y dormir un poco en una cama o colchoneta, según el orden impuesto en cada cuarto compartido hasta por cuatro a la vez.

El primer día de rastreo en campo es el lunes 9 de febrero. El coronavirus todavía es una noticia ajena al panorama local y más bien se le encuentra en la sección internacional. Guantes y cubrebocas abundan para quienes saldrán a buscar: no se usan como protección contra el virus aún inexistente en México, sino para no contaminar los restos encontrados y filtrar el olor a putrefacción, en caso de dar con un punto positivo. Para algunas buscadoras esta es la primera vez que participan en una búsqueda y consideran la experiencia como una escuela: intercambian su tiempo por conocimiento que llevarán a sus propias expediciones.

Custodiadas por patrullas de la Policía Federal y la Guardia Nacional partimos sólo tres camionetas Nissan Urvan y una de batea porque el acceso al terreno es complicado. En la caja de la pick up me agazapo de espaldas al medallón junto a otro reportero y observo a cuatro mujeres más: recargadas en la tapa trasera están Rosalba, de Baja California Sur, y Tranquilina, de Guerrero; frente a ella va Angélica, de Baja California Norte y amiga de Rosalba; y a su lado hay una joven observadora de Derechos Humanos, de la Ciudad de México.

Aún doblada, la altura delata a Rosalba Ibarra Rojas, toda de negro. Lleva su nombre impreso sobre el pecho más el relieve de un pastor alemán al centro y el de un pico y una pala en cruz, en el hombro derecho. Todavía vemos el domo de la Casa de la Iglesia cuando es ella quien habla primero.

—La gente ha de estar ‘paniqueada’ con todo esto —dice con melódico acento norteño y compruebo la sorpresa reflejada en los gestos de las personas que nos miran pasar en caravana.

Atravesamos Papantla, una ciudad que desde hace tres siglos ha sido reconocida como “la ciudad que perfuma al mundo” por la producción de vainilla que la hizo famosa. Hace muchos años, me cuenta Edgar, mi colega reportero, el aroma se respiraba en el aire del pueblo porque las vainas de la orquídea se ponían a secar en las banquetas. Ahora el recuerdo esplendoroso de la vainilla se añora tanto como el de la paz.

En menos de una hora llegamos a Poza Rica y tomamos la carretera hacia el estado de Puebla, rumbo al oeste. Una media hora después, cuando alcanzamos la villa Lázaro Cárdenas, conocida como “La Uno”, nos desviamos hacia el centro.

—Mira al “halcón” grabando —juzga Tranquilina con recelo y nos giramos para descubrir a un chico apuntándonos con el móvil.

La villa se cruza rápido. Estamos en lo alto de una colina y para bajar debemos tomar un camino angosto y serpenteado hasta toparnos con un puente de un solo carril a decenas de metros de las aguas cristalinas del río San Marcos, la división natural entre Puebla y Veracruz. Un poco más adelante encontramos la comunidad de El Paso, perteneciente al municipio de Coyutla, Veracruz. Sólo algunos perros nos echan una mirada cansada. La mayoría de las casas están cerradas y el polvo se acumula sobre las fachadas. Avanzamos sobre la calle incrustada con piedras de río hasta girar hacia la clínica de El Paso y pronto las viviendas quedan atrás. La última exhibe orgullosa en la pared frontal el escudo pintado del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de Fidel Herrera y de Javier Duarte. No sería la única. Conté al menos otras ocho más.

Las pláticas cesan en la batea y el crujir de las piedras que se rompen bajo la camioneta sustituyen la bulla. La vereda se adelgaza a medida que la maleza devora los bordes. A la altura del tercer portón para ganado y tras cruzar un vado seco desciende el grupo de una de las camionetas de pasajeros para poder avanzar, mientras catorce vacas se acercan a curiosear.

—Pues gasolina sí tenían los malandros —vuelve a romper el silencio Rosalba, irónica— y buena camioneta, también.

Cuando se cumplen tres horas de haber partido de Papantla, aparcamos bajo la sombra que proyecta un cerro retacado de verdor. Ayer la avanzada de la Brigada encontró huesos abandonados un año atrás en la diligencia de la Fiscalía General del Estado cuando hallaron el cuerpo de un muchacho de “La Uno” que estaba desaparecido. Como consideraron que podría haber restos de más personas, según los relatos de los habitantes locales, aquí, en “Las Palmas”, se comenzaría a buscar.

El experimentado rastreador de Guerrero que lidera la búsqueda en campo, Mario Vergara, da instrucciones a las buscadoras que, prestas, toman pico, pala, varilla, barreta o rastrillo y dejan que el túnel de maleza las engulla. Hay una vereda no tan marcada, pero perceptible, un camino invisible que nos lleva de la mano hasta un trozo de cráneo manchado de tierra, vértebras vacías de médula junto a un calcetín, una delicada costilla descarnada, un cúbito y un trozo de mandíbula que aún sostiene algunos dientes. También había un casquillo, pero se lo traga la tierra gruesa y húmeda. Ahí se detienen las buscadoras unos segundos, por grupos, para ver cómo lucen los huesos humanos.

La temperatura es muy distinta allá adentro. En el interior el cielo es verde, la luz traspasa por bloques que dan aspecto de vitral a la naturaleza que nos rodea y el suelo es negro, fresco y sumamente fértil. Los troncos de árboles que no sé nombrar son muy delgados y desde el techo natural cuelgan lazos con pequeños aguijones traicioneros. Las buscadoras no pierden tiempo e inician el rastrillado de la hojarasca con herramienta o con las manos enguantadas para detectar algún hueso suelto.

—¿Hacia dónde quiero que busquemos? —grita Mario Vergara y el eco retumba hasta arriba de la colina.

—¡A todos lados!

 

Después de subir y bajar del monte por más de una hora, encuentro a Reina Barrera García sentada cerca del acordonamiento, expectante de los peritos federales en sus monos blancos que recogen los huesos que otros peritos, estatales, ignoraron un año atrás. El aire a nuestro alrededor apesta como a ajo, culpa de la planta de ajillo, pero eso no parece incomodarle: a sus 71 años desafía al cansancio para buscar al séptimo y más pequeño de sus hijos.

Colgada del cuello, como muchas otras madres, Reinita —como le dicen de cariño en la Brigada— lleva la foto de Luis Javier Hernández Barrera protegida en una mica plástica. Este 20 de noviembre cumplirá nueve años de desaparecido. Vivía en Poza Rica, mientras ella, oriunda de Tebancos, del municipio de Tuxpan, se había ido a vivir a Reynosa, Tamaulipas, con una de sus hijas. Se enteró por una hermana de Luis, cuando por teléfono le dijo que no aparecía y entonces Reina abandonó el tratamiento médico al que necesitaba someterse para regresar a Veracruz a buscarlo.

Mientras cuenta su historia en voz baja, aprieta esporádicamente una mochila negra y agujereada en la que guarda medicinas, un par de teléfonos y una joven planta que descubrió hoy y que le gustó mucho por cómo florece.

—La gente así dice, que andaba en cosas malas. —A Reina no le importa lo que ha escuchado sobre su hijo y menciona que Luis era albañil y que vivía con carencias, además de que se cuestiona por qué hay tantos desaparecidos. Tampoco cuenta con apoyo familiar: sus hermanos no la entienden y sus hijas le reclaman:

—Má, tú te levantas toda brava.

—Ya estoy hasta la madre, ya me quiero largar a la chingada, lejos.

—Tas’ loca.

—Tal vez —le ha respondido a su hija.

Las botas negra de vinipiel de Reina no están hechas para este trabajo. Para pasear, tal vez, pero no para buscar en campo. Sin embargo, es el único calzado que usará durante las siguientes dos semanas, cuando salga cada día de búsqueda, no importa si le toca ir en un asiento de un camión o en un rincón en la batea.

—Yo siempre lo cuento a él —agrega Reina mientras inhala hondo y confiesa que todavía tiene la esperanza de encontrarlo, aún si no está vivo. Quiere hallarlo a como de lugar, porque para ella, aunque —ya era un señor, aunque sea, para mí es mi bebé.

Cuando al final de la jornada se termina de rezar el Padre Nuestro, en círculo y tomados de las manos, varias de las buscadoras se voltean y abrazan a una Reina acongojada. La aprietan contra sus hombros para secarle el sollozo amargo. Entonces comienzan a bailar a su alrededor, extienden sus manos y la hacen brincar. Poco a poco ríe, aunque no totalmente. La mitad de su rostro esboza una sonrisa y la otra mitad se curva en una mueca de dolor.

Unos días más tarde vería a Reina, radiante, presentando a uno de sus hijos a todo el mundo en el comedor. Es un hermano de Luis que ha venido a ayudar a su madre a buscarlo.

 


En aquel primer día de búsqueda, adentro atardece más pronto y el cerro expulsa a las buscadoras. Marité Kinijara está molesta porque no rezaron una oración antes de iniciar las labores. Lleva una blusa blanca con una gran foto al centro, típica de las fichas de búsqueda, en la que se lee el nombre de su hermano Fernando y la aciaga fecha y el lugar: 11 de agosto de 2015 en Empalme, Sonora. Como no había colectivo de búsqueda de desaparecidos, lo fundó con otras familias tras conseguir el apoyo de Mario Vergara. En poco tiempo se organizaron en siete municipios para buscar a más de 800 personas desaparecidas.

En lo que esperamos a que salga el último grupo de buscadoras, Maricel reparte de mano en mano sándwiches de atún mientras nos desperdigamos sobre la tierra como las piedras ovales de río que abundan en el camino. Todavía no hay esbozo de distanciamiento social: aún no era necesario. Marité se acomoda junto a mí y entona una canción compuesta por Rogelio Fernández, un interno de la cárcel de Guaymas, Sonora, quien la escribió para ella y su colectivo. 23 segundos de un rasgueo de guitarra taciturna preceden la voz aguzada:

“Esta no es una canción del montón,
porque quiero que cause mucha, mucha reflexión
de cómo se encuentra en realidad la situación
de impunidad, de nuestra nación”.

El colectivo veracruzano, el de Maricel, también comienza a cantar una canción hecha ex profeso para ellas. Los demás callamos mientras dejamos que las letras nos golpeen.

Nos montamos en las camionetas y volvemos sobre nuestros pasos. Solamente desde la lejanía distingo las palmeras de coyol que sobresalen entre la vegetación del cerro, y finalmente entiendo el por qué del nombre del lugar. Esa primera tarde la serenidad se pinta de cerúleo crepuscular y nos regala unos paisajes preciosos. A partir de ese momento, durante los traslados de ida o retorno, aprovecharía para escuchar música unos minutos; no sé por qué, casi siempre elegiría “Afterlife” (La vida después de la muerte), de Arcade Fire. Mientras observo aquellas postales, pienso en la incoherencia entre la hermosura y el horror. Después de casi una hora de camino, desde la batea alargo el cuello como tortuga cuando veo el letrero laminado con el que Veracruz nos da la bienvenida y cruzamos el arco con la brisa fresca secándonos los ojos.


—¡Estar en la Brigada es construir la paz! ¡Estar en el fango es construir la paz! —canta Marité durante el segundo día de búsqueda, con la mitad del cuerpo sumergido en un tramo estancado de río.

La dinámica de la búsqueda en campo implica traslados, a veces, de casi de tres horas (sólo de ida), para luego trabajar unas seis horas desmorrando maleza, cerniendo tierra, cavando y así en una sucesión de tareas en las que la pala, el pico y la varilla son las herramientas básicas. Comemos donde caiga el hambre; tortas de atún y tamales son los básicos más algunas naranjas y electrolitos para hidratarse sin apurar el vaciado de la vejiga. Se forma un ambiente apacible durante la pausa para comer, aunque cada día el retorno se pinta más triste al no dar con hallazgos positivos.

Las búsquedas se alargan infructíferas durante una semana. Apenas se encuentran algunos huesos de un par de personas y, eso sí, desentierran una gran variedad de ropa. La Brigada incluso llega a un campamento en La Antigua, ejido del municipio de Tihuatlán, en donde los pobladores le cuentan a Miguel Trujillo que antes de 2014, al cerro que se alza al fondo de la comunidad, unas personas armadas llevaron a alrededor de 60 jóvenes a los que forzaban a subir y bajar la colina nada más apoyados con los codos, bajo la amenaza de recibir una golpiza con paletas de madera. Los testimonios del campamento, fosas viejas ya trabajadas por la Fiscalía General del Estado y basura de la anterior diligencia es lo único que pueden suman el primer fin de semana.

Mientras tanto, en cada salida, padres, hijos, hijas y hermanos desaparecidos nos acompañan silentes desde botones, fichas, camisas y fotos colgantes. Ninguno le pertenece ya sólo a una persona: los demás son los propios. He ahí el significado de ser colectivo.

 

El día que la Brigada se quebró fue el martes 18 de febrero. Después de explorar durante una semana al poniente de Poza Rica, decidieron ir a “La Gallera”, un rancho ubicado en Tihuatlán, al norte de la ciudad petrolera y pasando el deshuesadero donde se desvalijó el auto de los hermanos Trujillo.

“La Gallera” es un lugar con historia para el colectivo María Herrera. Entraron ahí la primera vez en 2017 y el lugar pronto se convirtió en el prefacio de las “cocinas humanas” de la zona norte de Veracruz. De acuerdo con lo que investigaron, el rancho había sido arrebatado a los dueños allá por el 2011 para convertirse en un necrocentro de Los Zetas. Según lo que me contó Maricel, la primera vez que la Fiscalía General del Estado entró al lugar, no reportó hallazgos, pero la segunda, cuando acudió el grupo de mujeres buscadoras, desenterraron a cinco hombres y una mujer que tendrían poco de haber sido inhumados. Gracias a los tatuajes aún visibles en uno de los cuerpos, una familiar identificó a su hermano.

Tres años después y cinco búsquedas detrás, el colectivo María Herrera vuelve con la Brigada para explorar el paraje una sexta vez. No deberían encontrar nada, pero la falta de resguardo y las deficientes diligencias de la Fiscalía no son garantía para ellas.

La vegetación respeta el camino lúgubre hasta la casa y su horno. En circunstancias normales, el horno sería una construcción bastante inocua y común, necesaria para cocinar uno de los platillos más distinguibles de la gastronomía huasteca: el zacahuil, el tamal más grande de México, una mezcla de maíz martajado con carne de res y cerdo, que se sirve en porciones acompañadas de chiles en escabeche. Incrustado en el centro de una galera, cuyo techo de lámina de asbesto ya adolece el abandono, se erige el horno de ladrillo de adobe de unos dos metros de alto, por tres de frente y otro tanto de profundidad, con una negra boca abierta lo suficiente como para que dos buscadoras asomen el cuerpo. Después del forzado cambio de dueños a inicios del Gobierno de Javier Duarte de Ochoa, el horno de tamal se transformó en un crematorio. Es lo que intuyeron las rastreadoras del María Herrera en las primeras incursiones, cuando encontraron demasiadas cenizas y pequeños fragmentos de hueso. Fue por ese tiempo también cuando descubrieron que en la jerga de los torturadores se decía que “zacahuileaban” a las personas.

Enfrente se alza la casa de paredes exteriores de un rosa devorado por el sol. En la mayoría de las ventanas no hay vidrios y en otras, ni siquiera herrería. En la esquina de la pequeña cocina se acumulan decenas de olotes perfectamente desgranados junto a algunos envases de cerveza “Barrilito”. Cada una de las tres habitaciones tiene un color distinto; en el primer cuarto, el azul, hay un sucio asiento de auto, dos empaques de condones, abiertos, y una mancha café, ya decolorada, pero aún distinguible: la huella hemática de una mano y, luego, muchos tallones del mismo tono en la parte baja, casi rozando el suelo; en el de en medio, de verde, sólo queda el esqueleto de un clóset sin cajones, del mismo color que las paredes, mientras que en el camino nos topamos con el blíster roto de un par de pastillas para la diarrea; finalmente, el último, de manchas blancas con aquel rosa palidecido de la casa, nos recibe con un nombre escrito a lápiz compulsivamente en los muros: “Pedro Morales Juares”. Y luego, junto al apagador de luz, descubrimos otro nombre: “María Guadalupe”. De vuelta a la sala lúgubre, vemos que alguien escribió “Z-35”, también con grafito. Dieciséis escalones de concreto nos llevan a la losa en donde hay un cuarto sin revocar y abundante papel de baño, <<usado>>, pienso. Al frente yace la chimenea funeraria con sus cenizas frías; atrás, el patio donde hace tres años sacaron los cuerpos. En esta visita, en el perímetro encuentran, como novedad, cerca de una docena de garrafones para agua perforados en la base, vacíos y enterrados verticalmente.

 

Cuando Maricel me platicó de “La Gallera” y los primeros trabajos de búsqueda, mencionó que había marcas sanguinolentas de manos en las paredes, como la que vimos en el primer cuarto, pero más pequeñas. Sus peores miedos se confirmaron los meses siguientes de aquel 2017 cuando, después de la exhumación de los cinco cadáveres y tras insistirle a la Fiscalía que había que seguir revisando el lugar, dieron con dos cráneos, uno de ellos, infantil. Recordé aquellas palabras ese 20 de febrero cuando en el cuadro de tierra oscura atrás de la casa pude distinguir el plástico de un chupón rosa. Yadira González Hernández, rastreadora de Querétaro que desde hace casi 14 años busca a su hermano Juan, también lo vio, pero unos días antes, el martes 18, cuando ocurrió la primera visita.

—Mira, ven, es que quiero saber si este… ¿Verdad que es humano?

Yadira se acercó hasta Tranquilina, de Guerrero, hincada en el patio trasero de la casa. Tras confirmarle que sí, dirigió la mirada hacia otra parte del suelo:

—¡Mira, ahí hay otro! ¡Otra vértebra! ¡Y acá también!

Yadira destacó rápido en la Brigada por su fortaleza y carácter. Ese martes, no obstante, se congeló al verse rodeada de pequeños fragmentos de hueso. Bastó con que la otra buscadora acariciara la tierra para que de inmediato descubrieran restos óseos, la mayoría, calcinados y tan pequeños que una decena cabían en la palma de un guante o en un recuadro de papel higiénico. Pedazos, además, cercenados con sierra, de acuerdo con el ojo experto de la queretana.

—Y después, esos pedacitos de nuestra gente la revolvieron con restos o huesos de animales —afirmó.

Dañados por el fuego, Yadira me explicó que resultaría muy difícil extraer el ADN de las piezas que, de todas formas, acabarán destruidas en el proceso científico. La reducción total. Con suerte, de contar con material para identificación, los familiares apenas recibirían un papel que equivaldría a la certeza de la muerte.

El lugar explorado seis veces siguió vomitando huesos. Hay hasta cenizas enterradas. La Fiscalía General de la República apenas se daba abasto, así que las buscadoras decidieron dedicar esa y otras dos jornadas posteriores a cribar las cenizas del horno para identificar restos humanos. Son tantos que la pastor belga de la Policía Federal, Danisha, se satura del aroma de la muerte y se ve incapaz de seguir apuntando lugares. Por eso Yadira prefirió volver a enterrar un puñado de huesos que había sacado de un agujero. Cree que los días, sumados a lo largo de los últimos dos años, no han sido suficientes para atender la magnitud del problema, que este lugar debería ser intervenido por años, porque con el simple roce de la mirada quedan al descubierto los restos ennegrecidos.

Las buscadoras que no pudieron ir aquel primer día a “La Gallera” se enteraron del rompimiento de las mujeres en esa jornada. Durante los siguientes días me platican tímidamente que fue algo muy duro, un golpe bajo, un sollozo coral que no sucedió en un momento exacto para todas, sino que uno detonó otro y cada grupo tuvo sus instantes. No obstante, lo que sucedió en en rancho se esparció como un hálito turbio y estremecedor entre toda la Brigada.

—Fue un movimiento de sentimientos horrible —recuerda Yadira y resume su experiencia en el lugar—: “La Gallera” es un campo de exterminio total.

Rodeada de fragmentos óseos, tuvo que decidir entre permanecer inmóvil o caminar y aplastarlos para poder salir. Quiso sostenerse de Tranquilina para impulsarse en un brinco, pero su compañera le hizo saber que, aún estáticas, ambas los estaban pisando. Entonces, cuenta que se rindió.

—Creo que te contagias, ¿no? Una vez que ves que uno se quiebra, pues los demás también, la mayoría.

No le quedó más por hacer que llorar junto a Tranquilina.

 

El día después de los hechos de “La Gallera”, el miércoles 19 de febrero, me reincorporo a la Brigada tras una ausencia de cinco días. Hay rostros nuevos, colectivos que se han sumado en reemplazo de otros, aunque observo que flota sobre nosotras una atmósfera desgastada y melancólica.

Alcanzo al grupo en un rancho a espaldas de un fraccionamiento residencial al noreste de Poza Rica, apenas separado por un camino de tierra y una barda de concreto retacada de alambre de púas. Dentro del predio, unas descansan bajo el techado de un comedero para vacas y otras trabajan unos 150 metros al interior. Ahí, tras subir y bajar la accidentada orografía del terreno, tenían la certeza de encontrar restos de una “cocina”, pero nada más sacan ropa, una constante durante las dos semanas de búsqueda: aquí o allá donde se escarbe, surgen prendas.

En el camino del punto de búsqueda al sitio de descanso es cuando Maricel me dice que ya no cree poder hallar a Iván. Ahora, todo parecía encajar. A dos días de cerrar la Brigada, mientras recorremos un rancho en donde la tierra vomita ropa, finalmente exhala, agotada:

—Yo siento que ya no lo voy a encontrar nunca.

Cuando hacemos un descanso, María de los Ángeles Ortiz reparte enchiladas para sosegar el hambre. Pregunto si hay zacahuil, comida típica de la zona, pero contesta que está prohibido en el colectivo y me entero de la referencia del horno de “La Gallera”.

—Los “zacahuileaban”.

Disculpando mi desliz, me cuenta que el 16 de marzo de 2015 desapareció su hijo Ángel Raymundo Castro Ortiz, de entonces 19 años, quien había ido a la Ciudad de México para grabar un disco de rap, pero volvió a Papantla para visitar a su familia y ver a su novia. Ese día viajó en un taxi colectivo desde Papantla y, según lo que ella investigó, cuando llegó a la base de transporte público en Poza Rica fue detenido por la Policía Intermunicipal, a tres meses de que la corporación fuera desmantelada por Javier Duarte.

En el centro del valle, a nuestra derecha, un frondoso árbol de mango exhibe impactos de bala como cicatrices en su corteza, los únicos vestigios del horror que se extiende como niebla sobre Poza Rica y todo el norte de Veracruz. La voz de María se eleva una octava. El sentimiento de desesperanza que permea en Maricel lo resiente el colectivo. María coincide en que ya no creen poder encontrar a sus desaparecidos, ya no, después de la confirmación de las “cocinas”. Habla sobre la inhumanidad y reclama que, si ya tomaron vidas ajenas, por qué se empeñaron en dificultarles el hallazgo, cuando bien podrían haberlos dejado en algún sitio para que ellas pudieran recoger a sus hijos y velarlos. Pero no es así y hoy no tienen una tumba a la que llorar. Nada más les queda poder hacerlo aquí, en los sitios donde buscan, porque no tiene idea de dónde están.

Miguel Ángel Trujillo Herrera se toma un tiempo para que conversemos esa tarde. La confirmación de las “cocinas” se hizo a principios de la segunda semana de búsqueda, luego de que comprobara al menos 12 sitios de 30 que le señalaron. Por la escasez de tiempo no logró visitarlos todos.

—Nos dimos cuenta que los puntos que nos referían no eran fosas clandestinas, eran “cocinas”. Todos se referían a “cocinas”. Cuando empezamos a avanzar con los rastreos, toda la gente nos comentaba que los deshacían en ácido, que los “cocinaban” .

En las expediciones de la avanzada descubrieron la presencia de barriles oxidados y bidones en áreas despobladas y sumaron testimonios de presuntos “excocineros” y de pobladores, como los de la congregación de El Aguacate, de Papantla, que un día descubrieron que sus tambos de basura habían desaparecido y después los hallaron allá arriba, en el cerro. Miguel destaca que el auge de la industria petrolera en Poza Rica, Tihuatlán, Coatzintla y Papantla fue lo que habría definido el uso de la cruel práctica de desaparición de personas, dada la abundancia de recipientes, combustible y la fácil confusión de una llama de desfogue de un campo petrolero entre la vegetación de los montes con el ardor de una “cocina”.

—Si no tuviera Poza Rica ese contexto de que son puras “cocinas”, entonces todos los días hubiéramos encontrado restos humanos —explicaría Yadira la frustración de la Brigada al descubrir las “cocinas” y no tener hallazgos que los llevaran a la identificación de alguna persona.

Esa noche llegaría a mis manos la averiguación previa PGR/SIEDO/UEIAR/073/2011 en la que, el 31 de agosto de 2011, un hombre identificado como Karim M. C. rindió su declaración ante la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO), después de haber sido detenido por la Secretaría de Marina en un operativo exhibido en su página de prensa con el comunicado 279/2011 como un golpe a Los Zetas en Veracruz. Durante el operativo le encontraron una licencia de conducir falsa que, apuntaría después en su declaración, la había comprado por 2 mil pesos en la oficina de Tránsito de Poza Rica.

Según el documento oficial, Karim trabajó de 1996 a 2007 en la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla, pero renunció y se integró a Los Zetas en 2010. Le pagaban 4 mil pesos quincenales y le dieron un vehículo para ser “halcón”, es decir, vigilar y reportar el movimiento de los militares. Un año después escalaría hasta “jefe de plaza” de Poza Rica y se encargaría de supervisar la venta de narcóticos y el “cobro de piso” (extorsión) a quienes vendían piratería, con lo que sacaba casi medio millón de pesos mensuales y del que destinaba 386 mil pesos para distribuirlos entre mandos y oficiales de la Policía Intermunicipal. También calificaría como “colaboradores” a la Policía Ministerial de Veracruz, elementos de la Policía Federal división caminos y a un capitán del Ejército al que le pagaban la comida en un restaurante de la avenida 20 de Noviembre de Poza Rica.

—Es cuestión de investigar a los elementos de las corporaciones policíacas—leería en su declaración firmada y con las dactilares al calce.

En la hoja foliada con el 610 el detenido mencionó explícitamente que las personas que su gente asesinaba eran calcinadas o “cocinadas”. Algunos eran secuestrados y otros, personas que tildaban de “contrarios”. Karim también expondría los puntos georreferenciados en Google Maps para ubicar los sitios donde realizaban esas prácticas: los ranchos de “El Palmito” y “Del Abuelo”, ubicados en la carretera entre Poza Rica y Cazones. Aunque durante el período del Presidente Felipe Calderón Hinojosa las autoridades federales supieron de la existencia de esta práctica en el norte de Veracruz, jamás se hizo algo por investigarla. Mucho menos por detenerla.

 

La última tarde de labores de búsqueda en campo, el jueves 20, “Afterlife” retumba más fuerte camino a Papantla mientras me despido con la mirada de los montes verdes y sus columnas flamígeras dispersas entre la maleza.

“La vida después de la muerte, Dios mío, qué palabra tan horrible”.

Se acabó la búsqueda. Mañana expondrán los resultados de la Brigada, el hallazgo de las “cocinas”.

“La vida después de la muerte,
creo que vi lo que sucede después.
Fue sólo un vistazo de ti,
como mirar por una ventana
o un mar poco profundo”.

De ahí la desesperación de Maricel y el sollozo de María. Jamás había visto una forma tan arrebatadora de incertidumbre. Es algo sumamente distinto a la muerte, porque la muerte incluso parece cálida gracias a la certeza que sosiega, diáfana frente a la desaparición que es toda turbiedad: alguien se ha esfumado y no tienes idea de si la vida te alcanzará para volver a verle más allá de los pensamientos (y las fotos, las pancartas, las fichas de búsqueda) o, al menos, para llenarte de paz bajo la forma de una tumba. Por eso, cuando alguien es desaparecido, lo experimenta dos veces: cuando se lo llevan y cuando le niegan a su familia la certidumbre de reclamarlo. Entonces se abren dos sepulturas invisibles. La de quien es buscado y la del que busca. Es el mismo sepulcro que añoran, en el que se sienten enterradas. Si la esperanza se liga a la fe de alcanzar algo que parece imposible, su símbolo se materializa en huesos desenterrados. ¿Cómo puede entonces haber una tumba sin cuerpo, sin huesos, sin restos?

“Oh, oh, oh, oh, oh,
cuando el amor se va,
¿a dónde va?”

Las “cocinas” descubiertas y confirmadas por la Brigada arrebatan el sueño de una tumba y sumerge a quienes buscan en la propia. Muerta en vida: así se define María Ortiz con los ojos lacrimosos y, finalmente, lo deja escapar. Muerta por un dolor muy grande y ya muerta, sintiendo ahora que muere todavía más.

—Es como si me hubieran echado la última palada de tierra.

“Oh, oh, oh, oh, oh,
sabemos que se fue,
¿a dónde se fue?
¿Y a dónde vamos nosotros?”

Pero Maricel dice que, a pesar de todo, seguirá buscando. Aún descompuesta del golpe después de confesar en el rancho que no encontraría a Iván, casi inmediatamente se aferra al deber de seguir buscando a los demás.

El viernes 21 de febrero parto con la lluvia que augura una mañana fría en Papantla, pero antes me despido de Maricel, quien me alojó en la Casa de la Iglesia. De alguna manera, noto que la fuerza que parecía haber abandonado días atrás a la mujer de cortos cabellos ígneos, se instala de nuevo discreta entre sus gestos.

Apenas unas semanas después, la pandemia por la COVID-19 frenará severamente la labor de las rastreadoras mexicanas. No temerán por el desabasto de cubrebocas: por su labor ya cuentan con piezas reutilizables de tela, incluso con frases impresas como “#HastaEncontrarlos”. El problema es que no podrán salir y saben que si no escarban la tierra, nadie más lo hará por ellas.

“Sólo es vida después de la muerte, contigo”.

El 25 de mayo, a poco más de tres meses de los resultados estremecedores de la Quinta Brigada y el día que se cumplen nueve años de la desaparición de Iván Eduardo Castillo Torres, Maricel reafirma la promesa que repite cada día desde la última vez que lo vio y comenzó a caminar con su fotografía en mano. Parece más convencida que nunca a descender al inframundo para recuperar a Iván y a los seres queridos de sus hermanas de dolor. Maricel es, entonces, una Orfeo que se resiste a mirar atrás para que su ser amado no desaparezca de nuevo, para que finalmente emerja a la luz.

—Hijo, donde quiera que estés yo te sigo buscando —le dedica a nueve años de búsqueda—. Gracias por darme el mejor tiempo de mi vida… Yo voy a seguir luchando por ti hasta el final.